Por Alba TOBELLA | AFP.-
Cuando piensan en sus tierras, indígenas embera desplazados en Colombia ven metralletas, hombres armados y cartas con amenazas de muerte: pese al proceso de paz para acabar con 50 años de conflicto, muchos tienen aún miedo de regresar.
«Nunca habrá paz», dice Delfina Wazorna, de 54 años, que vive en un alojamiento para su comunidad en Bogotá, tras peregrinar con su familia por varias ciudades desde 2004, cuando su casa fue rodeada con explosivos.
«Un compañero me dijo: ‘váyase de aquí hoy porque si llegan, esto se va a convertir en nada», secunda su esposo, Abraham Nembaregamas, de 55.
«Quién sabe… quién sabe…», repite cuando se le pregunta por las negociaciones que mantienen el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC, comunistas) en La Habana desde noviembre de 2012, que alcanzaron este mes un histórico acuerdo sobre reparación de víctimas y justicia.
«Todo eso es mentira. Esa gente no perdona: ‘puedes estar escondido 30 años, pero si vuelves, es a morir’. Eso me decía la guerrilla», cuenta Ariel (declina dar su apellido), médico tradicional que huyó de su resguardo en 2004. Entre los armados que lo amenazaron -le dejaron su sentencia de muerte en un papel clavado con un machete en el fogón de su casa- no solo estaban miembros de las FARC.
También el Ejército de Liberación Nacional (ELN, guevarista y en diálogos preliminares con el gobierno) y otros grupos acosaban a su comunidad.
Aparte de los fantasmas del pasado, el retorno de los embera, una etnia proveniente sobre todo de los departamentos de Chocó y Risaralda (oeste), está amenazado por la inseguridad y la falta de infraestructura en la zona.
«En territorios embera, principalmente en el Pacífico, aún se presentan riesgos», afirma Julia Madariaga, directora de Asuntos Étnicos de la gubernamental Unidad de Víctimas, quien espera que los diálogos con el ELN «pongan fin a las acciones que ponen en peligro a la población civil».
Desde 2011, cuando una estampida de desplazamientos puso a más de un millar de emberas a mendigar en las calles de Bogotá, la mayoría ha retornado a sus territorios, con dificultades.
«¿Volver a dónde?»
De los 1.098 emberas que ingresaron al albergue inaugurado en Bogotá para poner fin a la emergencia humanitaria de 2011, solo 87 siguen viviendo allí.
El resto se unió a retornos sucesivos, pero 370 miembros de esa comunidad -según fuentes de la secretaría de Salud de la capital- malviven hacinados en una quincena de «pagadiarios» (hoteles baratos), por entre 7.000 y 25.000 pesos (2 y 7 dólares).
«Puedo decir que voy a volver, pero ¿a dónde?», se pregunta Norbey Giraldo, de 23 años y originario de Risaralda. Hace un mes volvió a Bogotá tras regresar al campo en 2012 junto con 112 familias.
Era tierra de afrocolombianos, no de indígenas, donde la gente tenía miedo de vivir, cuenta desde una plaza céntrica bogotana, donde vende artesanías junto a su familia para pagar la estadía en San Bernardo, uno de los barrios más peligrosos de la capital.
La primera vez que llegó a Bogotá, «entre 2004 y 2005», era un niño. Cuando se fue, ocho años después, estaba casado y con tres hijos. El terreno al que se trasladaron en el marco de un programa gubernamental, afirma, no tenía ni una vivienda.
«Nos amenazaban armados de no sé qué grupo. Nos decían: ‘váyanse de acá, estas no son sus tierras», agrega. «Nos dieron hasta el 15 de diciembre para irnos otra vez». Pero adelantaron su fuga.
Embera sin tierra
El acoso planea sobre sus recuerdos. «No podemos volver por la seguridad. Todavía hay guerrilla. No va a desaparecer nunca», dice Lisandro Nacavera, de 50 años, cabeza de un proyecto de reubicación para construir un resguardo en territorio privado.